Justo

VIAJE DE IDA Y VUELTA.

     En los últimos días de agosto de 1822  pasan por Bayona doña Mariana Sanzdiaz, marquesa de Pontejos y sus cuatro hijos, acompañados por el teniente coronel Justo de San Martín y el teniente de la Guardia Real Antonio Sanquirico; “ambos señalados liberales, al igual que los marqueses”, según daba cuenta el subprefecto al ministro del Interior. Al dia siguiente salen para Dax y  el 2 de septiembre, están en París.

     En el Hotel Castilla, en la calle Richelieu, los esperaba el marqués, quien había  llegado tres semanas antes junto con el conde de Toreno. La presencia  de ambos fue inmediatamente registrada por la Policía, que vigilaba los hoteles Castilla y Estados Unidos, donde acostumbraban alojarse los españoles: “Pontejos  es capitán de Caballería y  un militar exaltado, en cuya casa se decidió el asesinato del cura Vinuesa,  según informes españoles (*). Ha venido para servir los intereses de su partido”. “Se ordena vigilancia”, escribieron al margen en el despacho del Prefecto, donde se supo que  estaba  acompañado de “sa  niece”, de la que no hubo noticias posteriores, y que el Embajador de España, marqués de Casa Irujo, acudió al Hotel a visitarlo al dia siguiente de su arribo. Sin duda eran amigos y el representante diplomático no tomaba muy en serio lo que un  empleado suyo pudiera contar a los agentes de la Prefectura.

(*) El cura Matias Vinuesa fue detenido en Madrid en enero de 1821 y condenado a diez años de prisión, como autor de planes conspirativos para restaurar el régimen absolutista. El 4 de mayo fue asesinado en la cárcel de La Corona. “Se comentó entonces que el crimen había sido planeado en el palacio de los marqueses de Pontejos, lo que no parece tener  fundamento, si bien – como vemos – dos años después y en París seguía corriendo esa versión. Lo cierto del bárbaro y oscuro crimen, que contribuyó a desprestigiar al régimen liberal, fue que “entre los asesinos no se vio gente rota ni descamisada” ( Gil Novales. Trienio Liberal). 

     Aquel mismo 2 de septiembre hubo una gran cena en el Hotel, para celebrar la feliz llegada de la marquesa. Asistieron el conde de Toreno,(*) que residía en él, los duques de Fernan Nuñez (*), San Lorenzo(*) y  Berwick,   y el embajador marqués de Casa Irujo,  todos ellos amigos de la familia, así como el joven príncipe de la Paz, hijo de Godoy y Machado(*).

(*)José María Queipo de Llano, conde de Toreno, tenía entonces 38 años  

(*) que cumplía misiones personales y reservadas de Fernando VII ante Luis XVIII y otros monarcas de la Santa Alianza.

(*) Lorenzo Fernández de Villavicencio Cañas ( 1778-1859), duque de San Lorenzo. Brigadier de Milicias en 1808 y Gran Cruz de Carlos III en 1822. (comprobar apellido y algún otro dato biografico-politico).

(*) Justo Machado Salcedo había sido diplomático en Roma y formado parte de la delegación española en el Congreso de Viena. Luego fue encargado de negociar con Francia las indemnizaciones de guerra, lo que le reportó unos beneficios de  más de 30.000 libras. Mientras estaba en París hizo algún fructífero negocio con Mendizabal. En 1827 se trasladó a Bruselas ( Archivo de Estado Leg. 8189 y A.N.F. F7. 12003)

      El 10 de octubre, los marqueses  dejaron el Hotel Castilla y alquilaron un piso amueblado en Chaussé d´Antin, corazón de la nueva y enriquecida burguesía de París.  Días antes, Justo se había mudado  al 74 de la calle Saint Lazare, una calle más popular pero a cuatrocientos  metros escasos  de donde se instala la familia Pontejos.

      “Lleva una vida retirada. No recibe a casi nadie. Alguna vez visita la Embajada de España. Sus gastos son mediocres. Frecuenta el Teatro Francés”, informaba  de él la Policía el 13 de noviembre.

     Fue una suerte que durante ese tiempo se viera poco con Pontejos, que desde fines de noviembre atrajo la atención de la Prefectura, al encargar al orfebre Famechon veinticinco  medallas de oro, destinadas a conmemorar la victoria popular del 7 de julio, en una de cuyas caras aparecía un miliciano con un gorro frigio y en la otra el lema “Constitución Política. 7 de Julio”. Su propósito era enviar la mayoría de esas medallas a España.

      La Policía echó mano de los archivos y encontró antecedentes del marqués: en octubre de 1821 había visitado París acompañado  Gaspar Aguilera (*)y Bartolomé Gallardo(*): “Pertenecen al Club de Redentores de la Humanidad, uno de cuyos objetivos es acabar con las monarquías absolutistas europeas”. Se los consideraba como  unos   revolucionarios, que  tenían contactos con extremistas  italianos  y prusianos.(*) Como en ocasiones posteriores las fuentes españolas que nutrían a los agentes franceses eran apasionados absolutistas. Recibidos en la embajada por el Marqués de Santa Cruz, los tres jóvenes  se dedicaron a pasear y divertirse. Pontejos, tras conocer las delicias de la noche parisina, se prometió regresar otra vez y por más tiempo.

(*) Gaspar Aguilera y Contreras, marqués de Benahía (1795-1856) y su hermano Domingo, procedian de la   Guardia de Corps,  pertenecían a la Milicia Nacional y participaron en el asesinato del cura  de Vinuesa,  según decían en la época las lenguas de doble filo. En septiembre de 1824 se pidió a Francia la extradición de ambos, que pasaron entonces a  Bruselas, de donde, como tantos otros exiliados, marcharon  a Paris en 1830. Gaspar regresó a España en 1834. En el reinado de Isabel II fue diplomático y senador.( “Biografía de los hermanos Gaspar y Domingo de Aguilera”, de Juan Francisco Fuentes Aragonés. )

(*)Bartolomé José Gallardo y Blanco ( 1776-1852), escritor y masón , estuvo exiliado en Londres desde 1814 a 1820. Tras el triunfo de la revolución liberal fue nombrado Bibliotecario de las Cortes

(*) Otro de los citados en el dossier  como perteneciente a la sociedad Redentores de la Humanidad,  es el ex-carmelita descalzo Alvaro Agustín Liaño, que desde 1817 era Bibliotecario del Rey de Prusia. En 1825 fue expulsado del palacio imperial, refugiándose en Ginebra.

      La víspera de Navidad Justo se fue a vivir a la residencia  del marqués, que le propuso se encargara de “llevar la casa”,  administrándola y controlando a los catorce criados; unas funciones  que estaba seguro podía a hacer bien. Hacía mucho tiempo que se conocían :  ambos estaban en 1807 en el Cuartel del Conde Duque, sirviendo en la Guardia de Corps; habían luchado juntos en Zaragoza y estrechado la relación a partir de 1820, cuando el marqués lo nombró su ayudante al ser elegido  jefe de la Caballeria  de la Milicia Nacional. A pesar de las diferencias de edad y nivel social se entendían muy bien. Justo era su  experimentado cómplice en las diarias salidas nocturnas e iba camino de convertirse en su confidente y amigo.

      Por las tardes Justo frecuentaba los cafés “El Universo” y “El Eclipse” en  la plaza del Palais Royal, donde se  reunían los absolutistas emigrados, que lo consideraban como perteneciente al  círculo de los  aristócratas  constitucionalistas que  llevaban una vida regalada y alegre. Desde que se fue a vivir en  Chausse d´Antin,  acompañaba  a Pontejos a las reuniones con el duque de Berwick y el Conde de Toreno y a las visitas al despacho de Acevedo, secretario de la Embajada  y se contaba haberlo visto  con el duque de San Lorenzo, por lo que no faltaban los que sostenían que   era  uno de sus  agentes. Cuando Justo se dio cuenta,  dejó de acudir  a los cafés del Palais Royal  y de buscar a las muchachas que se ofrecían bajo los arcos o entre los frondosos árboles del centro de la plaza. .

     Las noticias de España en los diarios de Paris y sobre todo las conversaciones de sobremesa con  el escogido grupo de políticos y diplomáticos que acudían a la residencia de los Pontejos , señalaban un rápido agravamiento de la situación política y la creciente preocupación de las grandes potencias por el peligro que significaba el régimen español para toda Europa.

     Algunos de los asiduos visitantes, como el duque de Fernan Nuñez y el marqués de Casa Irujo, sabían hasta que punto los gobernantes franceses tenían una pésima opinión de Fernando VII por  el sistema represivo y autocrático que  impuso en España a partir de  1814. “Nada ha aprendido del pasado y ahora él y todos  pagamos las consecuencias”, hubieron de oír más de una vez. Consecuencia de la vileza y felonía que siempre caracterizó al Borbón,  el régimen liberal establecido en 1820 con el alzamiento militar del general Riego, se había radicalizado y convertido en “un peligro para la paz”. Lo había dicho el zar Alejandro, pero  el conde de Villèle, Chateaubriand y Montmorency pensaban aproximadamente lo mismo. Los liberales españoles habían roto el orden establecido por las potencias vencedoras en 1814, la Restauración, consagrada y garantizada por la Santa Alianza(*). El golpe de Riego había sido el primer asalto victorioso de los liberales sobre la fortaleza legitimista europea. Al extenderse el ejemplo español  de manera fulminante, en cuestión de semanas, a Portugal y Nápoles,  y desde allí por toda la península italiana e  incluso a Rusia, fue preciso convocar sin perdida de tiempo el Congreso de Troppau, en octubre de 1820, donde la Santa Alianza cerró filas y acordó el derecho de intervención en los asuntos internos de los países en donde se alteraran los gobiernos legítimos.  Metternich logró que se encomendara a Austria la primera “fuerza de paz” europea, que restableció el orden en el Piamonte y Nápoles y, de paso, en Cerdeña, antigua aspiración del imperio.(*)

   (*)    En esos años decisivos que van desde 1814 a 1823, se sentaron los precedentes de unas doctrinas que tienen plena vigencia en los años finales del segundo milenio y los que hoy vivimos.

       El 20 de octubre de 1822 los emperadores de Rusia y Austria, el rey de Prusia, Chateaubriand ( Francia ), Wellington ( Inglaterra) y Metternich, se reunieron en Verona. En el Congreso Wellington reiteró la posición británica de que no existían motivos suficientes para intervenir en España y que Inglaterra no colaboraría  de ninguna forma en la empresa. Se quedó solo. Al dia siguiente se encargó a Francia la creación de la fuerza expedicionaria que debía liquidar el régimen liberal español. Previamente, para cubrir las formas, debía ejercerse una última y simultánea presión diplomática, exigiendo a las Cortes de Madrid la reforma de la Constitución.

“La Constitución es sagrada. Nadie puede tocarla y quien la mancille merece la muerte más infamante”, respondieron clamorosamente  los diputados en las Cortes. 

A principios de enero de 1823 los embajadores de las potencias europeas y del Papado abandonan Madrid. El vizconde de Chateaubriand, al asumir  la Presidencia del Consejo, precisa los detalles de la intervención.: “No debemos entrar en España bajo ningún concepto como agresores, ni como encargados de restablecer el orden establecido en 1814”.

     El 28 de enero el rey Luis XVIII anuncia en la sesión de apertura de la Cámara : “Cien mil franceses están preparados para avanzar invocando al Dios de San Luis para conservar en el trono de Francia a un nieto de Enrique IV”.

 

     Se trabaja sin descanso preparando la fuerza interventora. Algunos de los  generales Oudinot, Molitor y Moncey, que quince años antes estaban dispuestos a morir para imponer en España los ideales de la revolución, revisan los antiguos mapas y revistan las fuerzas encargadas de la Restauración. Las va a mandar Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema, que en 1814 volviera  a Francia en uno de los furgones de Wellington. En realidad los planes han sido diseñados por el viejo mariscal Soult, que conocía bien  los caminos que hubo de recorrer,  desde La Mancha hasta Burdeos,  empujado por las bayonetas de Wellington.

     Otro veterano, Ouvrand,  banquero de la Revolución,  se compromete a financiar la compra de víveres, ganado y forrajes para abastecer las tropas interventoras e impedir que la falta de recursos moviese a los soldados a saquear el territorio que iban liberando, lo que llevaría a los españoles a odiosos recuerdos. Entre las personas que acompañarán a los Cien Mil Hijos de San Luis, pagando cuanto fuera necesario para su subsistencia, Ouvrad selecciona a varios españoles. Uno de los encargados de esa tarea es el ex-teniente de la Guardia Real, Antonio Sanquirico, quien se encuentra con Justo de San Martín y le propone volver de ese modo a Madrid (*)

(+) Un año más tarde, Sanquirico, convertido en agente de la represion absolutista, cumplió misiones innobles como repartir dinero entre los majos y chulapos cuando había que organizar algaradas contra los liberales o manifestaciones de adhesión popular al Rey.

  La Policia, andaba tras  el asunto de las medallas conmemorativas y  el permiso de residencia por seis meses,  pedido al llegar a Paris,  estaba a punto de vencerse   por  lo  que Pontejos  consideró prudente  alejarse momentáneamente de la capital de Francia , marchando a Londres, a través de los Países Bajos. Durante su  ausencia Famechon fue interrogado, las medallas y troqueles secuestradas y el orfebre recibió una severa advertencia. El 14 de febrero todo había concluido y el 18 Pontejos estaba de  regreso e invitaba a cenar en su casa al embajador Charles Stuart, quien al conocer a Justo recordó a su hermano, José de San Martín. 

      Un par de semanas  después Justo, en una visita a la embajada inglesa, conoce la posicion Sir Charles Stuart: “Nosotros renunciamos a intervenir y negamos a las otras potencias el derecho a cualquier mudanza en las instituciones de Estados independientes, acompañados de la amenaza de un ataque en caso de negarse a ella”. Para Londres, como  para tantos liberales moderados españoles, la solución  estaba en una Constitución atemperada, semejante a la que tenían los franceses; lo mismo que durante más de un año vino sugiriendo y reclamando el gobierno de París, encontrando evasivas y falsas promesas por parte de Fernando VII.

      En marzo ya la suerte estaba echada. La invasión era inevitable. En Madrid os moderados y los exaltados, los comuneros, los masones de rito escocés que presidía el general Zayas y los de rito reformado que encabezaba  el general Riego, todos se unían frente al francés. Voluntaristas creían que las palabras  detendrían a las bayonetas y confiaban que Inglaterra volvería a estar al lado de España al igual que  en 1808. En las Cortes se pronunciaban discursos encendidos, donde  se decían frases como  “el pueblo de Madrid, que asombró al mundo el 2 de mayo, mostrará de nuevo su energía y decisión”, o bien . “venceremos, ya que un hombre libre vale más que mil esclavos”.

        En Bayona, Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema, justificaba la intervención proclamando que “se trata de unirse a los españoles amigos del orden y de las leyes, para ayudarlos a rescatar a su rey cautivo, librar del despojo a los propietarios y al pueblo del dominio de algunos ambiciosos que pretextando la libertad no preparan sino la esclavitud y la destrucción de España”.

      El rey estaba casi cautivo de sus debilidades, cobardías, traiciones y compromisos incumplidos. Los liberales, a los que parecía habérseles detenido el reloj de la Historia en 1808 o 1810, deciden que como entonces el Rey y las Cortes deben trasladarse al sur de Andalucía. Fernando VII se resiste, pretextando un grave ataque de gota, ante el Palacio los gritos de la marea popular crecen de día en día. Por fin el 20 de marzo monarca es sacado casi a rastras por una pequeña puerta y es llevado  a Sevilla, donde llega  el 11 de abril. Para entonces hace ya cuatro días que los Cien Mil Hijos de San Luis han cruzado el Bidasoa.

     El 25 están ya en Burgos, mientras en Sevilla las Cortes aprueban la creación de una Legión Liberal Extranjera, primitivo modelo de las brigadas internacionales, con la diferencia de que no  pasan de ser un proyecto. El centenar de voluntarios, italianos y sobre todo franceses, entre los que se contaba el periodista Armand Carrel, nunca entraron en combate, no pasando de  inscribir sus nombres  en unas hojas de afiliación. 

     El  23 de mayo el Duque de Angulema entra en Madrid y establece una Regencia, que es reconocida por parte de las tropas españolas. Los franceses apenas han encontrado resistencia, salvo en Cataluña, donde Mina plantea una torpe estrategia, renunciando a la guerra de guerrillas, su especialidad, y encerrándose en un par de ciudades.

       En Sevilla siguen incesantes los discursos patrióticos  y cuando se conoce que los franceses desfilan por La Mancha camino de Despeñaperros, los diputados deciden encerrarse en Cádiz, pero Fernando VII se niega tercamente a acompañarlos. Se les ocurre entonces declararlo demente. “Su Majestad, explican en las Cortes, no puede estar en pleno uso de razón porque ¿cómo de otra manera suponer que quiera prestarse a caer en manos de los enemigos?”. “Delirio momentáneo, letargo pasajero” son las expresiones que emplean para llevárselo, sin tener necesidad de usar la camisa de fuerza.

          Todo parece ser una repetición de lo ocurrido quince años antes, pero sin grandeza. Se nombra una Regencia, integrada por Jerónimo Valdés, Ciscar y Vigodet, nombres que el monarca jamás olvidará ni perdonará hasta el último instante de su vida; el pueblo sevillano sale a la calle, ataca a quienes cree están dispuestos a ceder ante el enemigo, saquea y quema sus viviendas. A mediados de agosto el duque de Angulema llega ante las murallas de Cádiz, que queda bloqueada por tierra y esta vez también por mar. En la ciudad se tratan de vivir de nuevo los tiempos en que las gaditanas se hacían tirabuzones con las balas que tiraban los fanfarrones, pero la resistencia se reduce a un choque en la noche del 30 de agosto en la fortaleza del Trocadero, que había resistido a las tropas de Napoleón y cuya conquista   se convierte en el símbolo de la victoria que los franceses buscaban desde  1810. Será menester toda la colina de Chaillot en Paris  para perpetuar el acontecimiento.

          Justo, que ha llegado a Madrid siguiendo la estela de los Cien Mil Hijos de San Luis, conversando  con  su hermana Maria Elena ,  su cuñado  Rafael y  los amigos,  se informa  de la tragicomedia en que se extingue el régimen liberal.

           ¿Qué le ha traído?. Aparentemente presentarse ante las autoridades militares para solicitar un permiso para ir a tratarse de su “salud quebrantada” en las termas de Bagneres, en el departamento francés de los Altos Pirineos. Entre tanta farsa y tantos dramas, la explicación se acepta, pero la pregunta queda en pie aun hoy. Un año antes se fue , sin pedir ningún tipo de permiso. Después de vestir durante casi dos años el vistoso uniforme de la Caballería de la  Milicia Nacional, renunció como tantos otros cuando lo hizo su jefe Pontejos. ¿Volvió, del mismo modo que se había ido a París, cumpliendo encargos  del marqués? . Es posible, ya que los Pontejos tenían muchos  intereses y propiedades. ¿Lo hizo con  otro tipo de misión, encomendada por los ingleses?. Desde hacía años algunos de sus antiguos compañeros que no le tenían simpatía  y ciertos informes decían que siempre había estado  vinculado a los ingleses desde que entró al servicio de Doyle,  y que era una pieza en la política que Londres tenía con los rebeldes americanos. 

        Justo, acostumbrado desde la Guerra de la Independencia atravesar   las filas enemigas sin ser visto  y a mantener  siempre un perfil bajo,  escucha, pregunta, observa y procura pasar desapercibido en una situación tan cambiante como la que se vive en España en  aquel verano. El decreto de la Regencia, del 23 de junio, exigiendo la purificación de los funcionarios que no cesaron en sus cargos al triunfar el pronunciamiento de Riego lo  alarma.  “Para ello – dice el decreto – se tendrán por suficientes los informes reservados de tres personas bien marcadas por su adhesion a la sagrada persona de Su Majestad acerca de la conducta política” del funcionario. Poco después, otro decreto que dispone  la perdida de todos sus derechos a los oficiales que se habían incorporado a la Milicia Nacional, lo llena de preocupación. Si su intención al volver a Madrid fue la de quedarse, cambia los planes.

       Los actos de violencia se multiplican. El duque de Angulema trata de poner limites a ellos y a la represión y el 8 de agosto, desde Andujar, prohibe a las autoridades españolas llevar a cabo arrestos sin la autorización del comandante francés de la plaza o distrito.

        Justo piensa que el ambiente se está tornando irrespirable y a fines de agosto pide licencia para trasladarse  a tomar baños en la estación termal de Bagneres, en los Pirineos vascofranceses.

       El 3 de septiembre la Regencia del Reino “concede licencia por cuatro meses desde que empiece a usarla, al capitán retirado en clase de disperso don Justo Rufino de San Martín, para que pueda pasar al Reino de Francia a tomar los baños”.

       Es evidente que no está en las listas militares de desafectos a Su Majestad que se están redactando, pero más vale poner tierra por medio. El 5, cuando recibe la autorización, escribe precisando que es Teniente Coronel graduado y solicitando que “para poder usar de la licencia se mande abonar la paga de agosto pasado y dos más adelantadas por vía de auxilio, para poder realizar tan largo viaje”, lo que se le concede el 9.

        Por esos días    solo resisten las guarniciones de La Coruña, Pamplona, San Sebastián, Barcelona, Cartagena y Cádiz. Ante las murallas de esta ciudad, el duque de Angulema exige la libertad de Fernando VII , a quien escribe diciéndole : “El Rey, mi tio y Señor, piensa que Vuestra Majestad, una vez puesto en libertad y usando de clemencia se servirá conceder una amnistía y dar a sus pueblos garantía de orden, justicia, buen administración y la convocación de las antiguas Cortes”. El monarca recibe la carta en la Isla del León, donde pasa las horas en la terraza, mirando a las fuerzas francesas y lanzándoles gráciles flechas de papel que las cuidadas manos soberanas hacen con singular destreza. Las flechas vuelan sobre la bahía en dirección a las tropas francesas sitiadoras  y solo el Rey sabe si  lo hacen como un gesto de desafió o son una llamada, una más, del auxcilio extranjero que viene pidiendo desde hace dos años.  Lo que nadie duda es que ya falta poco.

         Los liberales piden la rendición y conceden al Rey abandonar la Isla, una vez que Fernando se ha comprometido a hacer un gobierno “que afiance la seguridad personal, la propiedad y la libertad civil de los españoles” y sobre todo – es la garantía que ellos reclaman – “el olvido general, completo y absoluto de todo lo pasado, sin excepción alguna”.

    Después de poner la firma en el documento sube a una falúa y cruza la bahía. Al otro lado le espera el duque de Angulema, su libertador. .Horas más tarde, , 1º de octubre, estampa una nueva firma, esta vez de un decreto que declara “nulos y de ningún valor  todos los actos del gobierno llamado constitucional que ha dominado a mis pueblos”.

       Es lo que se llama una “borbonada”, expresión  que el pueblo volverá a emplear luego con varios de sus sucesores.

      Las guarniciones que aun resistían el asedio francés se rinden al saber que el rey vuelve a Madrid. Luis XVIII, al precio de unas decenas de muertos, ha conseguido desquitar a Francia de la derrota peninsular sufrida en la década anterior y lograr lo que no pudo Napoleón. Desde San Sebastián a Cádiz, de Gerona a La Coruña y de Zaragoza a Badajoz, los viejos y gloriosos estandartes vencedores en Austerlitz, Jena, Friedland y Wagram, ondean en las torres de las fortalezas hispanas.

 Las barbaridades del “buen pueblo de Madrid persiguiendo a los liberales que la víspera enaltecían, asesinándolos a palos y cuchilladas, arrastrando sus cuerpos por las calles, saqueando e incendiando sus viviendas repugnan a Justo Y le avergüenzan las noticias que llegan de los humillantes actos con los que las gentes despiden a Fernando VII a su paso por las ciudades y aldeas de Andalucía y La Mancha, en su lento camino hacia Madrid. Cuentan que los campesinos y los hijosdalgos se disputan el  remplazar a los animales de tiro para arrastrar la carroza real y las damas colocan sus mejores jubones y mantillas para que sean  pisoteadas por los caballos de la escolta.

       Justo, que escoltó a Fernando VII al entrar en Madrid tras ser nombrado Rey en Aranjuez, no espera  presenciar  esta vez la entrada del monarca. Recuerda los episodios de la marcha a Bayona a rendir vasallaje a Napoleón, piensa en los sacrificios, ilusiones y esperanzas por las que luchó en la Guerra de la Independencia y el olvido, la miseria, las humillaciones y ofensas que hubo de sufrir tras el regreso del Deseado,  Medita en los errores del Trienio Constitucional, que ha terminado en una nueva frustración. Y en cuanto ha aprendido en Paris , escuchando a ilustres expatriados , y viendo otras costumbres, formas de vivir, leyes y libertades que siempre ha deseado para su pueblo.

       Asiste  en la iglesia de San Martín,  junto a Maria Elena y su cuñado Rafael,a  un funeral por  su hermano Juan Fermín, muerto lejos, en Filipinas. El recuerdo es casi una sombra de la infancia. La noticia ha llegado en los agitados días del verano madrileño del 23. Se despide de Rafael con preocupación: está muy enfermo ¿Qué será de Maria Elena y su hija?.

    Y emprende el regreso a Paris. Ha recibido desde Mendoza una carta de su hermano.